lunes, 31 de agosto de 2015

UN BAR DE BOGOTÁ 

Llegaba Emilia a ese lugar del que todos venían hablando, en realidad su único atractivo era ser popular, así que quiso averiguar de qué se trataba; pasó por el frente y se encontró con una puerta inmensa de colores vívidos y figuras abstractas, un guardia de seguridad le advirtió que su estadía allí duraría más de lo esperado y aún así ella decidió cruzar.

Se quitó su abrigo de piel sintética, más falsa que su alma misma, pidió un Gintonic, se acomodó la falda, retocó con la yema de sus dedos el color guinda de los labios que la hacía ver tan sexy, miró a su alrededor y vio tres mesas. En la primera se encontraba un hombre alto, de cabello oscuro, ojos despampanantes que sobresalían en su rostro y un cuerpo que no podía dejar de mirar; él estaba tomando un vaso de Vodka puro y después de unos 5 minutos se dio cuenta que el corazón de aquel hombre era igual de transparente y cristalino, parecía ser alguién que conocía de antes. De repente una mujer rubia se sentó a su lado, empezaron a conversar e inmediatamente un dolor agudo se posó en su pecho, ¿qué pasa?, ¿qué estoy sintiendo? se preguntaba Emilia, pero prefirió pensar que era el efecto de los 6 sorbos de ginebra que llevaba encima en lugar de celos.

Volteó a su derecha y vio un joven lleno de vida, también de cabello oscuro pero un poco más desorganizado, ropa holgada, labios que parecían hechos de azúcar y una sonrisa que la atrapaba en contra de su voluntad, pero él no estaba solo, tenía un grupo de mujeres a su lado que lo distraía, hasta que cruzó su mirada con esa mujer que intentaba descifrar sus movimientos como una psicópata y justo en ese momento una llama se encendió y hubo fuego, se levantaron de sus mesas, tocaron sus manos, luego acariciaron sus rostros con una suavidad inexplicable y como por arte de magia sus cuerpos se movían en la misma dirección. Ella lo disfrutaba y rogaba en su interior que ese momento no acabara, pero sin razón alguna él la soltó, le dijo: “Nos vemos en un rato” y volvió a la mesa donde ellas lo esperaban sin rencor. Emilia se sentó nuevamente y ordenó una botella de Ginebra, el mesero le preguntó si no creía que era demasiado para ella sola y lo único que le pasó por la cabeza fue: “Si no me embriaga el amor, que me embriague el licor".

Sirvió la primera copa, la bebió sin pudor y vio que se acercaba lentamente otro hombre, esta vez de cabello más claro, ojos color miel, brazos tatuados y una perfecta armonía que la deslumbraba; pero a pesar de su aparente perfección, ella  no paraba de mirar de reojo a las otras dos mesas que estaban cerca, este hombre trataba de llamar su atención de todas las formas posibles y me atrevería a decir que era el único sensato que la quería tal como era, con sus graciosos ademanes, con ese color de piel tostado, con esa estatura mínima, con ese corazón inestable, con ese gusto por la cursilería y con esa risa escandalosa, pero sus ojos perdidos en el pasado lo obligaron a huir de allí.


Y ahí seguía Emilia sola, sentada en la mesa con su botella de alcohol en la mano y un gesto de nostalgia permanente, al final de la noche se acercó nuevamente el guardia de seguridad y le preguntó si le pedía un taxi o si prefería quedarse en ese lugar llamado “AMOR”, ella cogió su cartera, empacó su abrigo y salió inmediatamente jurándole a la vida jamás volver.